Mesa redonda en la Universidad Pública de Navarra

Josetxo Beriain, Iosu Cabodevilla, Fernando Rodríguez


 
EL SER HUMANO ANTE LA CONTINGENCIA

                                                                     
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Josetxo Beriain:

Parece ser que todos tenemos un problema, el “a priori” de los “a priori”, esto es, que sólo al final de la vida se revela lo que la vida es desde el comienzo: contingencia. Al final morimos. Dicho de otro modo, la posibilidad de que lo que esperamos no ocurra, y de que tengamos que hacer frente a la absoluta imposibilidad de todo. “La vida- decía Schopenhauer en una frase muy radical, pero muy representativa- es un préstamo a corto plazo de la muerte”. No porque estemos reñidos con ella, esa especie, como dice Shakespeare, de “tramo ridículo este corto plazo en que estamos no es más que un préstamo de ella. Todos sabemos que cuando eso ocurra nosotros no vamos a estar ahí. Es decir yo soy testigo, somos testigos de la muerte de otros, pero no de la propia. Por lo tanto, si cuando ocurra no vamos a estar ahí, entonces ¿por qué preocuparnos?

Pero no hemos adoptado esta postura sino toda la contraria. Hemos creado toda una serie de transcendencias, de maneras de dar sentido a este trance que está un poco antes de la muerte. No vamos a estar ahí en ese momento, pero precisamente por ello, le hemos dado tanta importancia desde un punto de vista cultural. En otras palabras, Lo que nosotros hacemos con el tema de la muerte es trascender la biología mediante un instrumento de la cultura , mediante el uso de formas simbólicas.

Se trataría de exorcizar el aspecto biológico de la mortalidad estirando por medio de técnicas biológicas el tiempo que vamos a estar aquí.

Hay otras formas que podríamos denominar post modernas que transcienden la mortalidad a través de la inmortalidad o la vivencia del tiempo presente, el aquí y ahora, que sería un absoluto presente.

Pero en definitiva, todo ello lo que nos pone de manifiesto, es que el hombre desde que es hombre, desde que baja del árbol y empieza a caminar erguido, se hace una serie de preguntas como ¿quién soy? ¿de dónde vengo? ¿a dónde voy? y luego vendría , como decía Woody Allen ¿qué hay para cenar?
Estas preguntas son recurrentes y les hemos ido dando respuestas históricamente cambiantes.
En un principio, para reducir la contingencia, el hombre da una serie de respuestas de tipo religioso. Se produce así, una especie de sacralización de la realidad. Todo aparece en formato religioso, con un carácter sagrado.

Posteriormente, parece ser que del seno de la religión emergen toda una serie de universos simbólicos como son la ciencia, la política, el derecho, el arte, la economía, y todas y cada una de ellas tratan de lidiar con el problema de la contingencia, es decir con la negación de lo necesario y lo imposible. Dicho en términos más sencillos, con lo otro de lo esperado. Nosotros esperamos que ocurra A y más tarde o más temprano no ocurre A y parece que esto ocurre sin el concurso, sin el diseño, sin la intención de nadie. Nadie es en principio responsable de una serie de actos que han sucedido. Nadie en principio quería matar a nadie, desde Caín hasta las Torres Gemelas, desde Caín hasta Bin Laden . Pero el caso es que esto llega a ocurrir. El tema de la muerte está ahí presente.

Por tanto, en principio, en formato religioso y posteriormente en formato profano, tratamos de reducir la presencia de la contingencia o si se prefiere, de la inseguridad, de la incertidumbre, de la desprotección.

Tratamos de crear umbrales de seguridad a través de la cultura.

Yo diría que hace mil años teníamos más seguridades que en la actualidad. Es una afirmación radical que necesita un matiz, en el sentido de que hoy la contingencia aparece como un valor propio de la modernidad, como consecuencia de que entre todos, entre los que han diseñado y entre los que padecemos las consecuencias del diseño de unos, al final todos, hemos generado un umbral de ambivalencia. Hoy en día no tenemos una especie de alternativa o de dirección, o de orientación socialmente creada hacia el orden, hacia la justicia, hacia la gobernabilidad, hacia la riqueza...

Hoy en día, orden y caos son dos alternativas igualmente posibles. La justicia y la injusticia son también dos alternativas igualmente posibles. En el arte, la gobernabilidad y la riqueza y la pobreza ocurre lo mismo.

Aunque parezca una contradicción, hace mil años y probablemente antes, existían una serie de seguridades que hoy no tenemos. Quizás esto es lo que hace resurgir toda una serie de movimientos que tratan de imitar o de retrotraernos a experiencias pasadas para crear otros órdenes: fundamentalismo y sectarismo, etc. Quiero dejar aquí la discusión para que sirva de introducción y dejo paso a mis compañeros.

                                                                    

Iosu Cabodevilla

Reflexionar sobre la contingencia, sobre estas ideas que nos ha sugerido, Josetxo Beriain y hacerlo abiertamente, me parece ya un acto saludable. Hablar sobre la precariedad de los vínculos, e intercambiar pareceres, es, ya de por sí, muy positivo. La vida, es un viaje continuo de vínculos y de pérdidas. Probablemente desde el nacimiento, como nuestra primera pérdida hasta la muerte, tanto la nuestra como la de nuestros seres más queridos, como la última, y más temida, nos movemos en un continuo de vincularnos y de perder. Y entre vosotros/as y yo, que estamos aquí, y que no salga de aquí, el dolor por estas pérdidas no tiene cura. Cuando nos vinculamos a algo y lo perdemos nos dolemos. Y esta es la idea que les quiero transmitir. No quiero decir nada más.

Los vínculos parece que son una cosa necesaria en nuestro desarrollo personal. Pero si nos vinculamos, y esto es necesario en nuestra especie. No sé si esta mañana o esta tarde, le decía a una persona que nosotros somos seres humanos y que aunque existen algunos animales que tienden a vivir en plan solitario, nosotros no podemos. Para crecer, para vivir, etc., necesitamos de los demás. Nos necesitamos para muchas cosas. Estamos haciendo hincapié en los vínculos con personas, pero también nos vinculamos a ideas, a posiciones sociales. ¡Nos vinculamos a tantas otras cosas!

Pero, todo es precario y provisional. La tierra sigue dando una vuelta sobre sí misma cada 24 horas y lo que hoy es verdad puede que mañana no, o puede no estar. Respecto a lo que posiblemente es la última pérdida, tal como decía Josetxo Beriain en su exposición, es algo que no vamos a poder conocer experiencialmente. Por suerte o por desgracia sólo moriré una vez. Pero morir nos coloca irremediablemente delante de nuestra propia vida y nos confronta irremediablemente con el sentido de nuestra historia personal. Todo lo que amamos nos lo pueden arrebatar, pero lo que no nos pueden quitar es la actitud con la que nos vamos a enfrentar a lo inevitable, a lo que podamos perder. Yo creo que ahí está la labor de cada uno de nosotros/as. Ver cómo nos podemos enfrentar, en este caso a la muerte, ya sea propia o a la de un ser querido.

Cada pérdida acarrea un periodo de dolor, de duelo. Duelo, viene del latín, de dolus, dolor, y acaece justo después de perder algo. La intensidad de ese dolor, de ese duelo, no va a depender tanto del objeto perdido, sino de la inversión afectiva que hice yo con ese objeto que he perdido. Cuanta mayor inversión mayor es el dolor por la pérdida.

El ciclo de la existencia no es más que un continuo de vínculos y de pérdidas, y el dolor es parte de nuestra condición humana, de nuestra estirpe. No hay nadie que no tenga algún dolor. ¿Alguien puede decir hoy aquí que no tiene ningún dolor? Bueno, puede ser pero yo añadiría: todavía no. Pienso que todos nosotros/as, la especie humana arrastramos un dolor. Y ¿cómo podemos arreglárnosla con este dolor? Parece que la especie, por lo menos en este momento ha desarrollado dos maneras, dos alternativas: una, no vincularnos. Si el dolor nos viene de vincularnos, pues, no lo hacemos y ya está. Pero, esto no funciona. Nuestra especie necesita de los demás. Necesita de la relación, del afecto. Necesitamos personas de corazón.

Las necesitamos para desarrollarnos nosotros mismos, para seguir creciendo. Y la segunda manera sería la represión: negar el dolor. Esta alternativa sería peor, porque ese dolor reprimido sigue ejerciendo una enorme influencia en nosotros. Y más aún, puede que olvidemos que un día tuvimos un dolor lo que supondrá que esa influencia que sentimos la esté ejerciendo algo que desconocemos, porque lo hemos reprimido.

Termino diciéndoles que mi propuesta es interpretar el dolor, elaborarlo, integrarlo dentro de nosotros y saber convivir con él sin que ese dolor, ese sufrimiento nos destroce y nos niegue lo que llamamos vivir.

                                                                       

Fernando Rodríguez

Buenas tardes, aquí estoy de nuevo gracias a la invitación de la fundación Hemen eta Orain para intercambiar con vosotros, en la medida de lo posible, una reflexión sobre la contingencia, tema que voy a abordar desde el aspecto de la transitoriedad.

Todo este discurso sobre la transitoriedad tiene que ver con un principio y con un final. El otro día alguien decía: ¿cuál es el final de la vida? La muerte. Pero no es así. El principio es el comienzo de la vida, es el nacimiento y el final es la muerte. Pero la vida está tanto al comienzo como al final. La vida sigue. Así que nacimiento y muerte son los extremos de una transitoriedad, de un tránsito que nos toca pasar por una serie de determinaciones, por una serie de cuestiones con las que tenemos que convivir. Y la sensación de transitoriedad se nos hace complicada. Por ejemplo, hay momentos de la vida del niño, incluso del joven, que una emoción se hace tan deseable y se hace tan imperativa en ese momento, que uno tiene que, inmediatamente, solucionar ese asunto.

Pero la sociedad no está para eso, para satisfacer nuestros deseos y entonces uno tiene que aprender a modular la acción, es decir, que además de un fluir natural como seres biológicos, tenemos, también que aprender a modular esto con una cosa que es la cultura y que, de alguna manera, matiza ese impulso biológico que nos arrastra y nos conduce.

Entonces ante esa emoción concluimos que tenemos que organizar nuestra vida de otra manera, que no podemos ir por la vida sintiendo y expresando todo lo que sentimos continuamente. Y ahí es donde surge la cultura como la manera que tenemos de organizar ese tránsito.

Para ello, la cultura nos propone varias maneras de abordar el sufrimiento: una que sería más del orden de lo trágico; otra que sería del orden de lo mesiánico. Una que simplemente asume el dolor como parte constitutiva; otra que considera que el dolor responde a un orden y por lo tanto es necesario que se cumpla. Y adoptamos diferentes formas, mezclas de estas dos posiciones.

Al asumir una cultura, asumimos también que es imposible vivir solo, es decir, que la especie ha sabido sobrevivir porque ha sabido asociarse, que ese es el secreto. Por tanto, decir eso del individuo humano es una contradicción en sus propios términos. Un humano no puede ser en ningún caso un individuo. Pero hemos creído que sí y entonces, lo que necesitamos, lo que buscamos, es una identidad, algo que se convierta en un objeto que podemos enseñar a los demás, diciendo: somos así, mi identidad es así. Tenemos la pretensión de tenerla, de sujetarla para que no se nos escape. Queremos una identidad que sea estable, que nos dé la sensación de que las cosas nos siguen pasando, que no se nos escapan a cada momento por todas partes. Nos inventamos una identidad. Pero una identidad para mantenerse también necesita de una serie de cuestiones. Es posible que una identidad en nuestra sociedad, una identidad occidental, incluso pueda trascender el aspecto posesivo que tiene la identidad: “mi” coche, “mi” casa, “mis” hijos... es posible que esa parte de su dominio se pueda superar, pero es más difícil que ocurra lo mismo con otro tipo de necesidades que tienen que ver con el ego, con el éxito, con el fracaso, con las palabras agradables. Estas son más sutiles, son otras formas de crear identidad y de recuperarse en la identidad como algo estable que va a estar ahí. Se plantean diversas estrategias para detener la transitoriedad, para hacernos seres estables, independientes, autónomos. Por ejemplo, los caminos espirituales, entre los cuales está el de la renuncia. Desde este punto de vista, el camino espiritual es el de la renuncia a lo terrenal, porque estamos buscando algo que sea realmente estable, que esté más allá de la fortuna, al margen de sus vaivenes.

                                                                              

Creemos que renunciando a las cosas, renunciamos también a las causas de sufrimiento. Y sin embargo la transitoriedad sigue creando caminos y veredas, inercias que son las que casi siempre escogemos cada vez que tenemos que pasar por ahí. No importa que el camino que escogemos sea espinoso y tortuoso, pero lo elegimos porque es el que hemos aprendido. No nos importa que haya un camino que nos evite una forma de sufrimiento determinada. Vamos por el que estamos acostumbrados a recorrer. Es una forma de convertir la transitoriedad en un camino de espinas. No nos importa que haya otras formas más fáciles de llegar. Porque lo importante es llegar a algún lado. Es proyectando que hemos llegado a ser seres humanos. Hemos proyectado de tal modo, que vivimos para el futuro para algo que está por venir. Nos estamos preparando permanentemente para ese futuro que llegará. Estamos acostumbrados a estructurar nuestra vida como si una parte fuera el trabajo y la otra fuera el placer. Mientras estamos haciendo el trabajo estamos preparando el tiempo de placer. Luego las formas que nuestra sociedad pone a nuestra disposición para vivir ese placer no son tal placer. Preparamos un viaje, una cena. Después el placer no resultó tal placer y queda la necesidad de repetir y proyectar de nuevo otro futuro, otra expectativa de lograr el placer.

Esto nos da una idea de que pasamos la vida con muy poca atención. Si nosotros nos preguntásemos, nosotros cuando éramos niños, ¿cómo éramos? ¿qué ilusiones teníamos? ¿qué pensábamos?
Y nos vemos ahora y nos preguntamos: ¿cómo se produjo el cambio? ¿cuándo se eligió el camino? ¿cómo es que estoy aquí de este modo? Nos hemos olvidado de aquello que hicimos y nos trajo hasta aquí, de todo aquello que hemos ido construyendo a lo largo de estos caminos.
Como no sabemos muy bien de dónde venimos ni tampoco a dónde vamos, nos apegamos a lo que hay.

Y lo que hay son los negocios, la profesión, alguna forma del activismo. El hacer lo que los demás esperan que hagamos, el cumplir con los demás.

                                                                              

Entramos en el camino del convencionalismo, el de imitar a los demás. Tengo mi parte de sufrimiento, mi parte de estar bien. Me resigno: mi compañero/a no es lo que esperaba, etc., pero delante de los demás está bien etc.

Se produce la pérdida de interés, la resignación, la desesperación, cosa que genera conflictos bastante graves a nivel de salud, etc. Incluso algunos llegan a pensar que esa desesperación, ese desinterés es falta de apego. En realidad lo que están haciendo es aburrirse, nada tiene sentido y bajo la apariencia de haber superado tantas cosas en realidad se encuentran la desesperación y el aburrimiento.

A veces hace falta una ruptura de este tipo, una especie de clac, una especie de caída que nos hace intimar con el sufrimiento. Nos hace darnos cuenta de eso que está detrás como una bruma en la conciencia. Nos hace abordar esa realidad del sufrimiento. Nos empuja a tomar conciencia de que no tenemos ninguna garantía de que al salir de aquí no vayamos a encontrarnos con la muerte. Si nos diéramos cuenta cabal de esta idea, de la inmediatez de la posibilidad de la muerte, nos despojaríamos de todas esas inercias y resignaciones para pasar a vivir, de un modo vibrante.

De manera que el descubrimiento del sufrimiento, a pesar de que siempre estamos tratando trascender de él, se convierte en un buen amigo. Se convierte en un maestro que nos permite la posibilidad de cambiar, que nos ayuda a comprender, que nos permite ver la manera en que lo queremos eludir.

Si esta idea llega a anidar en nosotros, el final no tiene que ser el final definitivo, la absoluta dejación de todo, la pérdida absoluta de todo, sino que el final puede ser una manera de descansar.

He comentado con los organizadores que el hecho de las mesas redondas, de escuchar ideas bien fundadas, de opiniones, nos lleva a estar en el mundo de lo más simbólico, y es un juego que puede llevar a perderse, porque lo que hay hoy aquí y ahora es vida, y lo que es importante es que nos demos cuente , a través de los estudios de la contingencia, es precisamente que estamos vivos, y a veces esto no es fácil de trasmitir en una conferencia. Propongo que escuchemos una canción, y que a través de ella nos dejemos sentir, nos dejemos sentir esta música. Que fluyamos en la transitoriedad, que recuperemos la transitoriedad, que recuperemos el placer por esta transitoriedad en la que vivimos. Mientras suena la música tal vez a uno le apetezca mirar a quien tiene al lado, sonreir, estirarse, en definitiva constatar que aquí está sucediendo la vida.

 

II Jornadas Ciencia y Sabiduría Profunda frente al Sufrimiento en el siglo XX

(15 deOctubre del 2001)

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