FUE UNA BOFETADA SONORA

 

A mis 59 años, nada parecía poder sorprenderme, ningún impacto sonaba suficientemente incisivo para poder agrietar mi bien construida y fortificada auto idea.

Pero aquello fue una bofetada sonora, sonora, pública e inesperada.

Aquellas reuniones siempre resultaban interesantes. Una nueva visión del ser humano, positiva, por fin. Una esperanzadora expectativa para quien, como yo, transitaba desde hace tiempo por la calle del cielo envuelto en celofán gris. Transparente, sí, pero plomizo, pesado, asfixiante a veces.

“Para la liberación no hemos de añadirnos nada, uno ya tiene todas las cualidades, sólo se necesita soltar, quitar lo que nos sobra, lo que nos ata y limita”, resonaba en mi cabeza como un hermoso mantram. Identificar y soltar, parecía fácil.

Hasta aquella tarde.

La reunión transcurría, tranquila. Habló Juan, envolviendo su vida en suave papel de caramelo. Como siempre. Luego yo.

Yo, en realidad, estaba tratando dulcemente de hacerle ver, lo absurdo de su razonamiento, la soberana estupidez que acababa de tratar de vendernos, el vil auto engaño.

Entonces intervino ella. “Mírate eso, dijo, esa tendencia a destruir a quien está en un momento de debilidad y confusión, sólo para aparecer tú como más fuerte, más grande, mejor”.

No dijo más. No fue necesario.

Mi mente se resistió, peleó contra lo escuchado. ¿Cómo puede decirme eso… a mí? A mí que siempre trato de ayudar a todo el mundo. A mí que tantas buenas intenciones acuno, para todo el mundo…

Miré un instante sorprendido, noqueado, a sus pupilas insondables. Fueron como un espejo colocado en un lugar inesperado. Me descubrí en una imagen que secuestró mi atención, abriendo una puerta en el tiempo hacia un segundo eterno.

Reabrí un episodio de mi vida, así, en un chasquido. Una espiral de recuerdos, una dolorosa certeza, un autoengaño vital.

Sentado en pantalones cortos en el patio de la escuela, miraba de reojo a mis compañeros de curso. Otra vez más me veía arrinconado, como el ciclista que, en plena subida, pierde constantemente contacto con el grupo de cabeza. Impotente, sin saber qué hacer, repitiendo una y otra vez las mismas fallidas estrategias. Y yo sólo quería ser el líder.

Entonces apareció Laura, la de tercero. Como las suaves alas de mariposa, que conquistan el cielo adornadas de fino polvillo de colores, ella era extremadamente tímida y frágil. Todos lo sabíamos y teníamos especial cuidado en no dañarla. Quizás, como el biólogo, sabíamos que un pequeño movimiento excesivo puede arruinar de manera irreparable la belleza de lo perfectamente sencillo.

Esas cosas se intuyen.

La idea brilló en mi mente como un fuego artificial; explotó y lo iluminó todo por un instante. Luego todo fue arrolladoramente rápido. Como el tigre en medio de la selva, mis movimientos fueron rápidos y precisos. Primero una aproximación sigilosa hasta el punto en el que el ataque era imposible que repeler, luego un grito triunfante brotando de mi garganta, cortando el viento, y llegando certero hasta los amigos de mis desvelos. Después una carcajada. Mis manos aferraron la tela con la maestría del cazador, la falda cayó hasta el suelo.

Mis dientes se asomaron al mundo alegremente. Inesperadamente, los ojos de Laura se encontraron con los míos, su terror saltó hacia mi corazón como un estilete y encontró doloroso alojamiento allí. Yo no quería hacerle daño, solo deseaba que los míos me admiraran.

Y nuevamente los míos me despreciaron.

Nadie apreció nada admirable en aquel gesto, aunque yo, herido como estaba, sabedor del daño inflingido sin quererlo así, mostraba una máscara de algarabía y risa tan estertórea como falsa. Necesitaba que nadie reparara en mi falta, pero no lo conseguí.

Sobre el dolor absorbido de la mirada de Laura, se amontonó el despecho contra quienes no me aceptaban y la rabia contra mí mismo. Y todo ello quedó enterrado en el cuarto oscuro del inconsciente, reprimido, olvidado, demasiado doloroso para sobrellevarlo como carga consciente. Encerrado en un cofre, cerrada la puerta, sellada la habitación y oculto el lugar tras una maraña insalvable de zarzas, el recuerdo resulta invisible… y si no lo ves no duele.

Pero ahora había vuelto con toda su dolorosa carga. Porque las heridas, cuando no se curan, reaparecen a la luz en carne viva. De nuevo el estilete en mi corazón, la ira, la imposibilidad de justificarme ante mí mismo, la angustia.

Traté de zafarme del sufrimiento retornando en el tiempo, reconociéndome sentado donde estaba. Pero, el intento fue estéril. Nuevamente ajeno al grupo y a la conversación, brotaron sus palabras en el manantial de la memoria. “Mírate eso, esa tendencia a destruir a quien está en un momento de debilidad y confusión, sólo para aparecer tú como más fuerte, más grande, mejor”.

En un vómito liberador y doloroso a la vez, un nuevo universo de vivencias asomó a la luz de mi conciencia.

Creemos decidir en nuestra vida, al menos aquello que nos parece importante, creemos rebelarnos contra las imposiciones del mundo exterior, nos imaginamos héroes luchando contra Titanes, mártires entregándose altruistamente. Y sin embargo, somos marionetas de nuestras fuerzas interiores. Desconocidas e implacables, pero no invencibles.

Yo ya era juez, juez de carrera. Nunca mis padres podrían haberlo soñado así. Y yo no podía sentirme más colmado.

Ahora, a la luz de estos descubrimientos brutales, veo que también en esto algo muy hondo y oculto escogió por mí. Un denso nudo de tensiones de signos antagónicos. Era la profesión ideal para esa tendencia del averno que ha conducido parcialmente mi vida de una manera maniquea.

Había sido nombrado togado de lo Penal, y entonces conocí a Susana, mi Susana. Seguramente una de las mujeres más bondadosas de aquel ecosistema depredador y competitivo en el que me movía con la comodidad del felino que realiza su proyecto genético con éxito.

Su generoso corazón me atrajo de inmediato, aunque mis compañeros no cesaban de repetirme que una maestra de escuela era una escasa representación para alguien de mi recién adquirido estatus.

Sordo a sus vanidosos consejos, contraje matrimonio con ella unos meses más tarde. Y ahí, ahora lo veo, empezó su inesperado calvario.

No podría aquí expresar ni siquiera con la más inspirada poesía, lo dulce del carácter de Susana, su extrema capacidad de entrega, su resignada cooperación. Siempre en segundo plano, aceptando ser gata entre leones para blindar mi cómoda permanencia en la plataforma de los privilegiados.

Y yo, con consciencia de ello, agradecido, pero…

Durante todos estos años, de una manera constante, incansable, ha venido aflorando en mí una y otra vez la necesidad de manifestar mi superioridad sobre ella en casi todos los ámbitos. Fuera el aspecto resaltado objetivamente cierto o no, yo me encargaba de iluminarlo y marcar las diferencias.

Siempre de manera sutil, aparentemente respetuosa (al menos ante mis propios ojos). No podía concederme permiso para ser agresivo, para dañar sin razón, y me doté de una moralmente impecable: “marcaba sus errores no para beneficiarme yo sino para ayudar a Susana a crecer, a liberarse, a ser más feliz”. Sí, parece una pirueta intelectual absurda, pero para mí era suficientemente buena.

Ahora lo veo claro. Ese impulso ancestral que me habita, la necesidad de liderar, de atraer la atención, de demostrar supremacía, ha marcado nuestra relación casi desde el principio.

Y yo siempre creyendo hacer lo correcto. Acaso la ridiculizaba y ponía en evidencia en público, pero siempre con el íntimo deseo de ayudarle a mejorar, de impulsarle en un esfuerzo de superación que sin duda le reportaría importantes frutos en un futuro inmediato. Siempre por su bien.

Pero en realidad, era esa creada auto imagen de bondad, la que ocultaba a mis ojos una realidad que para los demás resultaba evidente.

Y así se fue tejiendo esa imagen de persona dulcemente autoritaria y a la par a veces bondadosa, soberbia  y a la vez accesible, que al parecer me precede aún siendo yo inconsciente.

59 años mirando con los ojos velados, a través de unas cataratas que permiten tomar contacto con la realidad de una manera parcial pero suficiente para creer que lo percibido es la verdad.

Y ahora, en esta encrucijada dramática, me siento desnudo ante los demás y ante mí mismo, y esa desnudez duele. Duele por que no me acerca al hombre bueno que creía ser. Duele porque lejos de aparecer ante el mundo como más, me humilla. Duele porque  me hace consciente de la necesidad de cambiar los vectores que rigen mi vida. Y no quiero. Necesito ser el primero, el principal. Y eso parece no tener solución.

Vuelvo al grupo. Alguien está hablando sobre su relación con su hermano. No puedo seguir su descripción. La mente arrebatadoramente me absorbe y arrastra hacia el dolor que está explotando.

Y entonces lo veo, lo vivo, más bien.

Los pensamientos se levantan como colosos, tratando de arrastrarme con ellos. El corazón llora, pero no huyo, no busco culpas ni culpables, solo me agito con la tormenta que brama y asusta.

Sé que no he de pelear contra el dolor y tampoco dejarme arrastrar hacia el pozo.

No trato de buscar argumentos para recomponer mi imagen externa, ni quiero reconstruir la interna. No lucho, no me dejo llevar por las imponentes razones de mi mente, por las justificaciones injustificables que parecen cargadas de argumentos. Vivo lúcidamente el sufrimiento sin dejar de mirarle de frente, tratando de ver lo que hay de cierto en él, sin miedo a escuchar, sin miedo al miedo. Vivo para trascenderlo, esperando hasta que desaparezca por completo.

Y entonces se agrieta la máscara y florece algo de lo más hermoso que atesoro. Como una corriente que surge de lo más hondo, fluye un inmenso agradecimiento hacia todas y todos los que durante todos estos años han sufrido mi ceguera absurda.

Y siento que un peso me ha sido quitado de encima y que, ahora sí, puedo llegar a ser más libre, luz, más luz, más amor.

Y mi corazón rebosa agradecimiento. Entiende que la herida no ha sido hecha por el sable del justiciero, ni por la oscura daga de la venganza. Ha sido el pico amoroso de quién, sabiendo ver desde fuera, ha herido irremisiblemente mi cáscara de pollito asustado que no quería ver otra realidad que la conocida, la auto construida, y me ha ayudado a ver una realidad más grande, más luminosa.

No sé ahora decir si esa ciega fuerza que me atrapaba ha sido totalmente disuelta, pero lo que puedo afirmar es que soy más libre y atesoro más sabiduría, templanza y fuerza para torearla.

Y todo esto puedo recién contarlo ahora, a mis 59 años, cuando, sobre la vida, creía saberlo casi todo.

                                                

Juan “Camino ascendente”

Seis meses han transcurrido desde que terminé de redactar este cuento. Seis meses investigando, radiografiando mi ego. ¡Qué lejos está el mundo de ser aquello que yo había pensado y defendido!

Toda una vida engañándome… a mí favor. Corrijo. Toda una vida engañándome a favor de mi ego, tratando erróneamente de encontrar la felicidad y, sin embargo, alejándome de ella.

Algún oculto sentido, sin embargo, me hizo orientarme intuitivamente en la noche de mi ignorancia. Y hallé un grupo en el que poder conocer el funcionamiento superficial de mi mente, para poder salirme de él. Y hallé la meditación, herramienta como ninguna para poder conocer lo que hay en la superficie, y, lo que es mejor aún, la luz que nos espera en lo más profundo.

Gracias a todo esto he podido comprender que las emociones perturbadoras son un obstáculo imponente como las olas inmensas cayendo sobre un bajel. Pero no menos lo son las ideas que nos mueven, auténticos perfiles de oro que conforman, sin embargo, una estúpida jaula que nos atrapa.

Hace meses escuché a un Lama colocar la autoestima entre los obstáculos en el camino espiritual. Me impactó. No lo entendí, no estaba de acuerdo. Siempre había creído que sin una buena autoestima no es posible el equilibrio psicológico, y así lo pienso aún.

Pero lo que no sabía era que cuando quieres ir más allá, cuando buscas con ahínco la liberación, llega un momento en que es necesario desenmascarar la autoestima, verla como eso que es, un conjunto de hermosas ideas sobre uno mismo que trenzan un bello mantel bajo el que reptan muchas de nuestras miserias, preparando el siguiente asalto.

Ya estamos capacitados para soportarlo… levantemos el mantel.

A fin de cuentas no necesitamos decirnos que somos de esta o aquella manera. Basta con ser, totalmente ser… aquí y ahora.

¿Acaso el loto se preocupa por tener sus pies en el barro? No, él conoce de donde llega su sustento, cual es su hábitat y simplemente se entrega a salir de esos límites, a no quedarse ahí, para ofrecer al mundo lo mejor que tiene, una flor pura.

 

 “Caminando hacia el loto”