ENTRE
MONTAÑAS
Entre
montañas, en su pequeño pueblo había transcurrido su
infancia. Jugando con amigas y amigos, disfrutando de su
familia, conociendo los mil y un recónditos lugares que
habitan los animales en la naturaleza abierta. Realmente era
feliz.
Ahora
ya no corría tanto ni reía como antes. Ahora, ya
ampliamente traspasada la adolescencia, su vida se le
antojaba más difícil y pesada, como definirlo, mas llena
de barreras, de fronteras.
Con
la mirada perdida en el suave mecer de las hojas, recordaba
episodios de su infancia. Aquellos días de escuela, en que
le enseñaran que el puro garabatear en el papel estaba mal.
Que colorear correctamente un dibujo conllevaba no traspasar
la línea de su contorno.
Por
vez primera, la línea que oprimía al movimiento. Y su
esfuerzo por adaptarse a lo correcto, por no salirse del límite.
Y su esfuerzo posterior por reproducir cada vez más
fielmente el modelo presentado por el profesor.
Con
una sonrisa a medio camino entre la resignación y la ironía,
recordaba que, tras tantos esfuerzos y obligaciones, su
trazo había perdido toda naturalidad. Olvidada su manera
personal de expresarse para tratar de adaptarse a lo que los
adultos le presentaban como correcto, un modelo que nunca
conseguía reproducir con éxito, llegó a convencerse de
ser incapaz.
Entonces,
perseguida por la idea de no ser sino una sombra de lo que
debía ser, abandonó
el dibujo, renunció a enriquecer su capacidad de expresión
plástica. Solo se permitía producir figuras que en nada se
distinguían de las de una niña pequeña.
Que
ironía. Se preguntaba si acaso en tantas otras cosas no era
lo mismo. Si no se había detenido su crecimiento. Si por
miedo a no hacer lo correcto o a no dar la talla, no
abundaba en repetir y repetir siempre aquello que le daba
seguridad, asustada en su propia jaula. Asustada, pero
segura. Asustada pero insoportablemente oprimida.
Se
preguntaba si no era ese su malestar. Opresión interna,
reflejo de lo aprendido fuera. Opresión externa, proyección
de la que todos llevamos dentro.
Y
en esos días, solo veía fronteras. Fronteras vestidas de
obligaciones. Internas fronteras que impedían explicar lo
que vivía o expresar lo que sentía. Fronteras para el sexo
y las relaciones. Fronteras para explorar, para cambiar.
Fronteras físicas y psicológicas. Fronteras incluso para
relacionarse gozosamente con el agua fresca del río, para
disfrutar despreocupadamente del pausado y siempre cambiante
deambular de las nubes en las tardes de verano.
Fronteras
y barreras que reducían su mundo, lo marcaban, señalaban
los caminos, impedían correr y volar, casi casi hasta soñar.
Cierto
día inolvidable, hastiada ya de tanta opresión sin forma,
quizás incluso presa de una ansiedad sin origen conocido
salio sin rumbo fijo. Fue una especie de llamada atávica,
la invitación que siente el hijo del lobo para
reencontrarse con la gozosa libertad salvaje del bosque.
Ese
día sintió más que pensó, que debía partir a conocer
que es eso llamado amor y encontrar el manantial del que
fluye.
Ese
día, teniendo bien presentes a los que como ella sufrían
de esas barreras, y a otros muchos aplastados por
imposibilidades aun mas impresentables, por la injusticia y
el aguijón de la pobreza y el hambre, resolvió no solo que
estaba justificado tratar de liberarse, sino que era
necesario, imprescindible.
Dejo
un momento junto aun manzano la pesada mochila del
sentido-común-que-te-obliga-a-hacer-lo-que-hacen-los-demás
y, ligera de equipaje, partió a buscar.
Por
el camino se distrajo con unas florecillas y con el
corretear ágil de los ratoncillos campestres, mientras se
alejaba mas y mas de su casa y pueblo.
Tras
unas horas de camino divisó, a lo lejos, un árbol y una
forma redondeada junto a él. Al acercarse, vio un animal de
apariencia suave, tumbado en el suelo. Pregunto por el amor.
La
boa constrictor, le escucho con paciencia y luego, con voz
dulce, la fue atrayendo al interior de su circulo. La
muchacha se acercó y apoyo lentamente. Se dejaba acunar
dulcemente, como hipnotizada, cada vez mas y mas dentro del
círculo.
Un
moviendo ansioso de la serpiente le puso en guardia. Empezó
a sentir mas opresivamente sus poderosos anillos ahogándola.
Ironías de las búsquedas: abandonas tu casa, te aventuras
tratando de romper tus barreras y te encuentras, de pronto,
rodeado, incapaz de poder respirar ni moverte.
Algo
dentro de ella se rebeló duramente. A pesar de que la
serpiente seguía hablando con dulzura, ella entendió que
no es posible ganar la libertad sintiéndose oprimida y de
un salto, volvió al camino, a su personal camino.
Cuantas
boas habitan este camino. Grupos, libros, ideologías,… te
seducen con dulces palabras, con hermosas palabras, con
promesas de futuro, con exigencias morales, con
explicaciones sobre los misterios del mundo y de la
historia, con trabajos sobre el aura o los centros energéticos,…
y tu ahí, hipnotizado con todo eso, saltando de un párrafo
a otro, disfrutando…. Soñando. Pero sin dar un paso para
liberarte.
También
hay otra boa interior. Tu propia vocecilla hablándote de
ser especial, mejor que los demás, de la suerte de haber
encontrado esta enseñanza o aquel grupo y de lo grande y
fuerte que vas a ser en un futuro. Y auto hipnotizándote
dulcemente…
Pero
es posible reconocer los anillos de la serpiente, porque, a
fin de cuentas, nunca te hacen más libre, no te ayudan a
cambiar. Y la transformación interior es algo a veces tan
doloroso y luego tan gozoso, que se reconoce al instante…
y no es compatible con vivir soñando.
Más
cansada y algo más triste, siguió avanzando. Sumergida en
sus recuerdos, se vio envuelta en intensas preocupaciones.
¿Cómo estarían sus padres y hermanos? ¿Sufrirían por
ella? Sus reflexiones desaparecieron de manera explosiva al
sentir todo su cuerpo el intenso dolor producido por el
golpe.
Había
caído en un húmedo hueco de unos tres metros de
profundidad. La boca de la salida aparecía demasiado
inaccesible y su cuerpo necesitaba recolocar cada hueso.
Encogida
y envuelta en sus propias sombras, se sumergió en la
autocompasión. Para ser sinceros, las arañas de la
autocompasión y la de la culpa, haciendo del trabajo
complicidad, comenzaron a tejer su perfecta tela externa e
interna. Por fuera ocultaron impecablemente la salida,
convirtiendo la madriguera en estómago ciego. Y, sin
detenerse por ello, fueron rodeando el cuerpo de la
muchacha, inmovilizándola, mientras ella seguía absorta en
su propia telaraña interior. Cada vez más fuertemente
rodeada, cada vez más encerrada, mas ajena a la vida, más
lejos de su inicial propósito.
Por
un momento, es cierto, vio en la culpa algo adaptativo,
positivo. La sintió como una especie de bofetada que la
obligaba a salir de sí misma de sus egoístas cavilaciones
para tener en cuenta a los demás. Pero suavemente, sin
darse cuenta, el sufrimiento se hizo más y más intenso, y
lo que había sido una invitación a salir de sí, se
convirtió en su cárcel. Se sumergió en sí misma y peleó.
Se analizó, justificó, enfadó consigo misma y con la
vida.
Sin
darse cuenta estaba cada vez más lejos del mundo… y más
enfadada con él y consigo misma. No era, desde luego su
cara más positiva.
Los
pensamientos de autocompasión y culpa fluían con facilidad
asombrosa y vestían su cuerpo de la seda mas bella,
construyendo la trampa más atractiva y pegajosa en la que
nunca se hubiera visto atrapada.
De
pronto algo interrumpió la amarga monotonía de su discurso
interior. Visualizó, por unos segundos, los rostros
sufrientes de personas conocidas y no, y recordó que había
iniciado un camino de búsqueda hacia ellos, un camino para
salir de su dolor y abrazar amorosamente a los demás. Tomó
conciencia de su lamentable situación, enredada en si
misma, en su propio estomago, sin poder moverse, atrapada…
en una ilusión.
Contraviniendo
las inercias mentales, al principio poderosas, se libró de
sus amarras y, revitalizada, regresó a la luz del sol,
dejando atrás bien identificadas, a las traidoras arácnidas
que la retenían, más por su inconsciente colaboración que
por la fuerza de sus amarras.
Con
el entusiasmo provocado por la lección recién aprendida,
caminó y caminó sin descanso. Unos cientos de pasos más
allá, de pronto, un cruce trajo la confusión a su camino.
Se detuvo evaluando posibilidades y observó un grupo de
avispas libando en una muchedumbre de flores. Se acercó
buscando una orientación, una pista para no equivocar la
elección.
Las
avispas se levantaron formando una incómoda nube. La
muchacha trató de hacerles frente a manotazos y eso las
encrespó aun más. Una autentica batalla campal se
escenificó en el otrora pacifico lugar. Itxaso, la
muchacha, corría tratando de huir, se defendía o
contraatacaba, pero parecía ser derrotada en todos los
asaltos.
Lejos
ya del cruce y casi del camino, con la respiración agitada
y el rostro desencajado, se detuvo mas por cansancio que por
voluntad, su rostro apenas visible tras una enjambre de
pequeños puntos zumbantes. Aceptó su derrota y, en un
arrebato de curiosa serenidad, quiso conocer el rostro de
sus minúsculos y feroces enemigos.
Se
detuvo y observó, inmóvil.
Y
atónita, comprobó que, sin nadie que tratara de dominarlas
o reprimirlas, las avispas se posaban tranquilamente en las
flores de los alrededores, a libar, según su naturaleza, o
simplemente se apoyaban en su ropa y pelo, descansando
tranquilamente. Y ella, viendo relajadamente, comprobó que
la calma se hacía por si sola, cuando una está bien
atenta, relajadamente atenta.
Y
comprendió que así, así mismo, eran sus pensamientos.
Durante
años había pensado que la vida era rutinaria y con pocas
emociones, pero ahora que se había puesto en movimiento,
comprobaba que había estado muy equivocada. Por un instante
valoro la posibilidad de que estos nuevos obstáculos
estuvieran apareciendo para hacerla mas sabia y fuerte, pero
no fue capaz de decidir nada.
Siguió
avanzando, sin certezas, con la única seguridad de que,
aunque se equivocara, merecía la pena jugársela porque,
sin duda, la vida se aprendía en la frontera, donde todo es
incierto, y a vegetar en el interior, donde cada necesidad
parece tener un remedio, donde todo parece previsible,
seguro. Y ella, si de algo tenia hambre, era de vida, de
vivir.
Y
así se animo a seguir, mientras espantaba el miedo cantando
una canción rebelde pero llena de esperanza.
Poco
a poco el paisaje iba cambiando. Se estaba adentrando en un
valle sin animales, cada vez menos y menos verde. El rió ya
no la acompañaba con su canto y el lugar de los árboles lo
ocupaban cuatro troncos de árboles quemados por el sol,
cadavérico recuerdo de lo que algún día fue.
La
tristeza, la melancolía y el miedo se fueron apoderando del
corazón de la muchacha. “Nunca conseguiré encontrar el
amor” “Y además estoy tan lejos de casa que no voy a
saber encontrar el camino de vuelta”.
No
tengo horizonte ni tampoco el pasado me seduce como refugio.
Se
sentó en el polvo. “Esto debe ser la frustración”-se
dijo.
Era
una emoción tan pesada que parecía paralizarla, cada vez más
aplastada contra el duro suelo. Más opresiva que los
anillos de la constrictor, le mantenía más atrapada,
porque parecía envolverlo todo. No había lugar al que
huir, estaba en todas partes.
Se
tumbo y cerro los ojos, quizá como hiciera no hace muchos
meses la dueña del limpio fémur que reposaba unos metros
mas allá.
No
tenía muchas ganas de cavilar. Y no parecía tener muchas
opciones. Hacia delante el desierto. Hacia atrás… ¿el
fracaso? Decidió descansar.
Los
ojos cerrados para protegerse del sol abrasador. Allí,
entregada, no había nada que hacer. Ningún sonido, ninguna
escapatoria, ninguna esperanza. Nada se movía. Nada.
¿Nada?
Algo si. Su cuerpo seguía activo, seguía en marcha, seguía
respirando. No era gran cosa, pero decidió seguir es
humilde pista. El abdomen avanzando, conquistando espacio y
luego retirándose. Hinchándose y deshinchándose para
relajarse. El dulce y relajante movimiento le recordó un
instante al mar. Para su sorpresa se estaba convirtiendo en
lo más hermoso que le había pasado en las últimas horas.
Se
centró en su respiración. No tenía prisa ni nada que
hacer o perder.
Sintió
el masaje del cuerpo sobre si mismo. Agradables burbujitas
parecían acariciarla en la espalda, junto al cuello. Y…
¿Qué era eso? Una especie de llamita nació en su corazón.
Reconoció el amor. Brotando suave, pequeñito aun, pero
presente. Y supo que quedaban fuerzas para seguir, y, lo que
era mejor aun, que estaba en el camino.
Se
abandonó a la respiración. Algo fue transformándose en su
interior, el silencio y el gozo comenzaron a ocupar el
espacio que antes habitaran la frustración y el miedo.
Sintió más y más su cuerpo. La
caricia del universo sobre ella, su abrazo al
universo acogedor.
Y
el tiempo se habitó de suave y dulce gozo. Su mente se hizo
más luminosa. Desde esa atalaya interna observó con alegría
que los problemas y las fronteras no existían, no había
confusión sino inmensa paz.
El
amor estaba en cada poro. Trajo a su corazón a las personas
que siempre había amado, y a otras que casi no conocía e
incluso a las que recordaba que despreciaba. Para todas tenía
ese calor que acoge. Para todas con igual intensidad.
No
había esfuerzo ni voluntad en ello, era su propia
naturaleza… amar. A la par le sorprendió la experiencia
inusual y, sin embargo, la vivió como natural, acaso
antiguamente conocida.
Entonces
supo, por vez primera, que era allí, en su interior donde
estaba la puerta que tanto había buscado. Supo que no eran
los cálculos mentales ni los intentos por ser mejor lo que
le iban a ayudar a amar. Supo que la culpa también te
encierra y te vuelve agresivo, y la autocompasión no es
sino un engaño.
Reconoció
algunos de los obstáculos del camino y algunas de sus más
hermosas verdades.
Aprendió
que ella no había llegado a ese estado de dicha
inexplicable, la dicha se hizo. Ocurrió cuando dejó de
hacer cosas, cuando dejó de buscar y pelear, entonces, como
si su mente fuera un globo, dulcemente se elevó, abrió y
abrazó al viento que todo lo envuelve.
Y
entonces rió, porque las fronteras… nunca habían
existido.
Este
hubiera sido un hermoso final para nuestra historia, pero no
queremos faltar a la verdad. Poco a poco Itxaso, sin saber
como, fue perdiendo el dulcísimo sabor de esta experiencia.
No pudo retenerla. Demasiadas cosas que limpiar todavía en
su interior.
Abrió
los ojos. Vio un verdísimo y fresco bosque allá, a
doscientos metros. Se sorprendió de no haberlo visto antes.
Recordó que había estado rabiosamente poseída por la
frustración. Seguramente su vista estaba nublada.
Miró
su corazón. Unas pinceladas de tristeza lloraban la
hermosura de la experiencia perdida. Pero ante todo brillaba
la alegría. Había vivido una verdad imponente, la que
buscaba, la que le habían contado que existía.
Ahora
sabía que las circunstancias, por muy extremas que sean,
son un reto y no bendición o maldición. Y todo, incluso el
sufrimiento, se llenó de sentido. A fin de cuentas, había
vivido la dicha más excelsa partiendo desde el más denso
sufrimiento y… dejándose hacer.
Llena
de fuerza, sin esperar encontrar nada, solo queriendo vivir
cada paso del camino y tarareando una amorosa canción
rebelde, se dirigió tranquilamente hacia la cantarina vida
del bosque.
Y
se acercó a él y fue capaz de ver su luz, de oír su
canto, de embriagarse con sus infinitos perfumes.
